La primera y más importante razón es que los niños siempre aprenden del ejemplo de sus padres, así que si les gritamos, con mucha probabilidad ellos también lo acabarán haciendo en el futuro.

Gritar a otra persona implica una falta de respeto, y nunca podremos pedírselo a nuestros hijos si nosotros como padres no lo hacemos. 

Además, cuando les gritamos, disminuimos su autoestima, les generamos inseguridad y les hacemos cambiar de opinión, no por lo que han aprendido, sino por miedo. Les estamos demostrando que hemos perdido el control de la situación, y disminuye la confianza que ellos depositan en nosotros para solucionar los problemas. Por el contrario, cuando hablamos a nuestros hijos dialogando de forma firme pero suave, aprenden con más claridad lo que se les pide, les transmitimos calma y por tanto, cambian de actitud de forma más rápida.

Aunque nuestros hijos crezcan y sean adolescentes, siguen siendo más sensibles que los adultos, y les afecta mucho más vivir rodeados de gritos. Si queremos tener hijos seguros de sí mismos comprensivos y dialogantes debemos de darles un buen ejemplo haciendo lo mismo.

Cristina Pérez